En aquellos momentos en que ya no me queda nada
que perder vuelvo a ese garito de luz tenue. De ese tipo de luz que solo deja
ver lo justo. Que no te ciega, que lo pone todo en un pause haciendo del mundo
un lugar apacible aunque solo sea momentáneamente.
- Mucho
tiempo Tacones
Sonreí a la camarera porque sí, porque hacía
demasiado tiempo que no tenía nada que trasnochar ni trascender.
- ¿Lo
de siempre?- preguntó.
Y asentí.
Lo de siempre era Tanqueray en vaso corto, con
hielo, solo, sin más atrezzo. Solo entiendo beber ginebra lentamente, a tragos
cortos, dilatándola lo más posible.
Al fondo no había pianista, ni una jukebox que
amenizara la velada, ni tampoco era el garito uno de esos en los que una llega
con la esperanza de que su vida dará el giro que necesita.
La música allí siempre viene de la mano del estado
de ánimo de la camarera que según lo que se escuchaba, no debía ser del todo
malo: Chet Baker… Este tipo siempre me hace dudar de si mi día ha sido un gran
día o una verdadera mierda.
En todo caso, agradecí que no sonase otra cosa: una
tiene sus manías, sus pequeños vicios y debilidades y compartiendo estas tres
características existe para mí Chet Baker por encima de todas las cosas. Y
Boris Vian, pero esa ya es otra historia.
Dejé el bolso en la barra, saqué el móvil. Eché un
vistazo, nada interesante, tampoco nada que me inquietase lo necesario. Nada
fuera de lo normal. Nada. Ese era el problema o la solución: nunca se sabe.
Usé su pantalla a modo de espejo para mirar el
aspecto de mis labios. Aún conservaban el color rojo que me había puesto por la
mañana al salir de casa.
“Correcto Tacones”, me dije, “la inversión de 40
euros en esta barra de labios superaría con creces cualquier felación que me
propusiera hacer en este momento”.
Me quité la chaqueta que dejé encima del bolso
cuidadosamente doblada, me senté en un taburete alto, decidí despojarme de los
tacones que dejé en el suelo uno a cada lado del asiento. No fue un gesto demasiado
elegante por mi parte pero, puestos a despojarnos, comencemos por lo más
preciso. Los pies a la vista, en más de una ocasión, pueden ser una puerta
abierta a un mundo de posibilidades.
Cogí el vaso.
- ¿Todo
bien?- dijo ella tras la barra con ese cuerpo que no sé por qué se empeñaba en
desperdiciar en aquel lugar día tras día y hora tras hora.
- Todo
bien.
Porque cuando las cosas simplemente van, es mejor
que lo hagan así y no cuestionárselo demasiado.
Eché un vistazo a mi alrededor girándome
lentamente en mi taburete: Una pareja que se miraba a los ojos como descubriéndose.
Parecían enamorados, solo lo parecían. Un amante y su amante, arrancándose la
vida a bocajarro, sabiéndose dentro de una espiral infinita abocada al fracaso
o al desinterés, o a follar eternamente que no es mala opción en los tiempos
que corren. Un solitario cerca de mí con su pose de no saber en qué sien darse
el tiro y varias putas esperando mejor clientela.
Hecha la inspección les di la espalda. Me daba la
sensación de ser la actriz secundaria de una cinta de serie B. Tal vez entrase
un hombre que me llamase la atención lo suficiente como para acabar con él en
la cama. O, se armase una bronca acojonante en el local que haría volar las
sillas sobre mi cabeza y que yo intentaría esquivar sin que mi flequillo se
resintiese demasiado. O puede que un atraco, un meteorito o dios bajado a la
tierra.
Pero ni el reloj, ni la ginebra, ni el universo,
movió un solo dedo para hacer de aquellas horas algo diferente.
Pasaban por mí. Simplemente eso. Y yo me dejaba
llevar porque me apetecía. No tenía intención alguna de mostrar resistencia.
Y mientras tanto, decidí que no iba a salir a
fumarme un cigarrillo a la calle joder, que ya no tengo edad para según qué
gilipolleces. Así que saqué un cigarrillo de mi pitillera, le di esos
golpecitos con los que me gusta maltratarlo antes de llevarlo a mi boca, torcí
un poco la cabeza y sacando media sonrisa lo encendí.
Aspiré una calada larga y profunda. Me gusta fumar
así cuando me abandono al placer de fumar…
La camarera se acercó. La miré. Me miró… Sacó uno
de esos ceniceros de cristal gigantes que en más de un juicio sirvieron como
arma del delito inequívocamente acusatoria y lo plantó delante de mí sin mediar
palabra.
Sonreí… Sacudí la ceniza y supe que la noche
comenzaba a tomar el rumbo que nunca debió haber abandonado.