17 junio 2006

Él


Lo más probable es que las cosas no tengan importancia, o por lo menos, que no sean todo lo importante que pensábamos a priori.
Lo más natural es que nos importe un carajo lo que pueda pasar, lo que pasa, lo que ha pasado.
Lo ideal sería que todo reducto de nuestra memoria a largo plazo sólo pudiera salir a la luz a través de un par de sesiones de hipnosis.

Pero no, coño.

Todo, hasta el último detalle que pasó desapercibido, queda intacto en algún lugar del cerebro, del inconsciente, de como quieran llamarlo y, del mismo modo, cualquier olor, sonido, fotografía, sabor o imagen, hace renacer a través de un proceso eminentemente involuntario no inducido, una retahíla de acontecimientos que, supuestamente, ya no existían…
Pero joder que sí, que estaban ahí, que los habíamos alimentado mezclando la realidad con el sueño, con lo que imaginábamos, anhelábamos, con lo que hubiéramos querido que fuera, con lo que fué.

Ayer al salir de trabajar, decidí hacer una parada en esa cafetería que tanto me gusta de Plaza Nueva, que tanto frecuento por su cristalera gigante que me permite divisar qué pasa al otro lado.

Me siento.
Me vuelvo a poner las gafas. Desconecto el móvil. Echo un vistazo a la prensa del día… No me interesa… Pido un café sólo, con hielo, fresquito…
Cruzo mis piernas desnudas deleitándome con el tacto suave de la piel al rozarse una con otra. Me gustan mis piernas en verano. Son tan ellas…

Saco el libro. Siempre llevo un libro en el bolso para casos de emergencia como estos. “Música de cañerías”. De nuevo releo a Bukowski.

Un lápiz con el que profanar de nuevo el texto que leeré, porque siempre hay algo sorprendente que se me pasó por alto.

Me sumerjo en ese remanso de paz que supone perder el tiempo, todo el tiempo del mundo…

-¿Me pone un té con leche?

Miro a la mesa de al lado. El lápiz cae al suelo.
Recoloco las gafas…

¿Cuánto ha pasado? ¿Quince años?

Se planta en mi cabeza la imagen de su piso: casi en el Centro de Granada por aquella época… Un piso descuidado, como era él, dotado de un perfecto desorden en el que todo estaba repartido aleatoriamente. Su casa era una metáfora del caos, como a él le gustaba definirla.
¿Dónde habían estado todos esos recuerdo guarecidos? Las noches escribiendo en nuestros cuadernos, él en el sillón blue, yo en el red…
El jazz...
Las obras de teatro a cuatro manos, discutiendo, renegando de un Gardel que nos distraía de lo importante, que nos hacía salir a bailar en mitad del salón, un tango improvisado que nunca quisimos perfeccionar.

Y, tras la imagen de aquellos días de bohemia: la noche en que le conocí…
¿Cómo había podido borrar mi memoria a aquel hombre de esa manera tan tajante?

-Gracias… ¿Le importaría traerme otro azucarillo?

Mis lentes no mentían… Estaba segura… Era él…

Recuerdo como aquella noche en que le conocí, había salido con una amiga a “abanicar la velada” como ella solía decir. Cómo mi camarada se paró con un conocido a charlar y cómo yo me quedé en un segundo plano mirando al acompañante del conocido de mi amiga…

Cómo nos sonreímos… Nos acercamos.
Cómo comenzamos a besarnos como si la vida nos fuera en ello, ante la sorpresa de nuestros amigos, que no sabían si reír, si hacernos palmas o llamar a los servicios de urgencias psiquiátricas.

Y cómo nos largamos, dejando pasmados a nuestros respectivos colegas, besándonos hasta llegar a su refugio… Y follar salvajemente toda la noche, con un ansia que rayaba en lo obsesivo, como si aquella hubiera sido la primera vez que compartíamos cama con un extraño…
Y mí despedida silenciosa con la misma sonrisa con que comenzó la historia la noche de antes mientras él dormía.
Sin saber nuestros nombres, ni tener otro conocimiento mutuo que el corporal…

-Gracias por el azucarillo… ¿Tienen tarta de chocolate?

Desde aquella noche mágica, volvimos a vernos.
Sí, más veces, más por azar, por el destino o por una guía ingrávida que hacía que coincidiéramos como por arte de magia… De nuevo devorarnos, sin hablarnos, sin decirnos nada; Sin saber nuestros teléfonos, ni quiénes éramos, sin quedar de antemano… Simplemente sabíamos que coincidiríamos más veces, que nuestras vidas estaban intrínsecamente cruzadas.
El sexo era nuestro único medio de comunicación. ¿Nos hacía falta algo más, acaso?

Tras más de un año en esa situación surrealista, recuerdo la tarde que al encontrarnos me dijo:

-¿Te apetece un café?

Fue la primera vez que le oía hablar desde que habíamos comenzado nuestra peculiar historia, también fue la primera en que él escuchó el tono de mi voz…

-Sí, claro…

Y fuimos creciendo en amistad, en artes amatorias varias, en conocimiento mutuo…
Luego llegaron nuestras otras relaciones, nuestras vidas, y nuestra relación perfecta de amantes: de conquistadores de un mundo que por aquella época se no hacía un bocado, porque era pequeño y estaba en nuestras manos, y sabíamos cómo dominarlo…
Y escribir sin tregua, escribirnos, anotar todo en cuadernos, publicar hasta hartarnos…

Luego fue su piso, mi piso, las noches en vela entre ambos, la creación… Sus musas en mi cama, mis hombres en la suya… Fueron los tríos, la sodomía como moneda de cambio, el mirar, el mirarnos…

¿Cómo había obviado lo que conformaría, sin duda, los determinantes de mi futura vida sexual y amorosa?

El tiempo, las rutinas, su marcha…

Alguna Navidad, algunas vacaciones…

Su trabajo lejos…

Mis amantes, mi pajarraco chillón…

Sus amantes, sus musas…

El olvido…

-Disculpe, ¿tendría usted un bolígrafo?

Levanté la vista, una vista que disimulaba leer interesada lo que relataba un Bukowski borracho…

-Tome…

Le miré a los ojos y le sonreí…

Su cara se iluminó, les aseguro que no me lo imaginé…
Me sonrió…

Me levanté…
Le besé.
Me besó.

Nos besamos…

Qué razón llevaba Gardel… Si veinte años no son nada, quince, un “mañana te veo…”

Marchamos juntos. Sin decirnos nada.

Supongo que el hielo de mi café acabó por derretirse y que su tarta de chocolate fue pasto de unas moscas encantadas con el regalito improvisado…

03 junio 2006

Albert, Parte Tercera: Chin-Chin

Vale, lo sé. Coño. Lo sé.

Sé que debería seguir con esta historia como la tenía trazada: relatar por partes el descubrimiento de Albert y lo que actualmente supone este hombre en mi existencia.
Terminar de narrar cómo después de pagar aquellas cañas, paseamos durante horas por una Granada que no reconocía con él al lado.
Cómo mi agenda de hombres casados, ha pasado a un segundo plano sin más explicación que un presente que me absorbe en una espiral de la que, entreveo, no hay retorno.
Cómo José Luís está instalado en mi vida y yo en la suya. Cómo sobrevivimos sin más motivación que el aquí y el ahora.
Y, por supuesto, cómo Albert se ha transformado en mi amante perfecto.

No se molesten si he saltado hasta la sobremesa casi...
Tampoco la vida me permite las licencias que le solicito, ni el tiempo se detiene por mí. Ni el trabajo me permite vacaciones antes de Agosto.

Pero, todo debe continuar…. … .

“-Le diré que me he entretenido mirando Tacones”

Pagamos las cañas…

-¿Le apetece pasear, Tacones?
-Claro…

Encaminamos la Carrera del Darro hacia no sabíamos bien dónde, tal vez para poder llegar hasta el Rabo de Nube y allí contemplar una Alhambra solitaria vestida de domingo…
Él, las manos en los bolsillos, el periódico debajo del brazo…
Yo, asida al bolso como si éste fuese mi último refugio.
Estaba nerviosa… Tanto como una adolescente en su primera cita.

Había algo en Albert que me atraía: le miraba mientras él silbaba una tonada improvisada… “¿Qué tiene este tipo, Tacones?” De arriba a abajo, de abajo a arriba: ¿qué me hacía estar pegada a un desconocido sin la necesidad de anotarle como candidato perfecto para mis noches de martes y jueves, sin preámbulos ni historias, ni motivos, como lo había hecho siempre con el resto de hombres?

-Sabe Tacones, me gusta estar con usted…
-A mí también…
-¿Tiene pareja, Tacones?
- Tratándose de usted, no.
- No es algo importante, Tacones. Era sólo para confirmar la necesariedad de que yo tuviera.

Desde ese momento supimos que la partida había empezado: que teníamos todas las piezas sobre el tablero y que, incluso, éramos capaces de intuir los movimientos que acontecerían.

Puso un brazo sobre mi hombro y seguimos paseando. En silencio. Sin interrumpirnos, sin entorpecer la trama monumental que nuestras cabezas estaban perpetrando sobre nosotros: sobre lo que arrastrábamos, sobre nuestros presentes, nuestros futuros…

-¿Hacemos aquí la primera parada de nuestro particular vía crucis?

Albert paró en el Rabo de Nube.

-Por supuesto, repongamos fuerzas.

Ya lo tenía, ya sabía qué tenía Albert que no había intuido en el resto de hombres: al observar como me miraba de soslayo, como me encendió el pitillo que me iba a fumar, se sentó, dejó el periódico apoyado en la mesa, y pidió decidido dos cañas, sin dejar de acariciar mis piernas debajo de la mesa, sentí qué Albert me atraía por ser un tipo jodidamente corriente… Sin más, Albert era Albert. Y no tenía nada que ocultar porque lo dejaba todo a la vista.

En ninguno de los hombres que he tenido había observado la naturalidad con la que se estaba desenvolviendo Albert, que llegaba a comportarse de una manera puramente ingenua en el sentido más filosófico de la palabra.
Planeaba sobre mi cabeza la posibilidad de que, hasta aquella noche, a ninguno de los hombres que habían sido mis amantes, les di la oportunidad de ser ellos mismos; Porque en definitiva, no me interesaba, ni me convenía, ni ellos necesitaron otra cosa que hacer de nuestras vidas un lugar divertido para ambos.

Sólo Jose Luís, que me conoció antes de iniciar mi carrera de "solitaria debidamente comprometida a diario", se dignaba a comportarse tal cual era. Pero de él era esperable, entendible, inevitable.
En Albert fluía... Era él desde que me espetó que aquél era su sitio y su tabaco y su periódico y su...

Sabía que con Albert ya no decidiría el día, cómo, cuándo y dónde. Ahora sería yo quien me dejaría hacer. Y con mucho gusto.

-Me gustan tus zapatos, Tacones…
-Te los regalo… Tengo la sensación de que contigo me va a gustar ir descalza…

No había nada más que mascar, había caído como una niña en las redes de un cupido estúpido que amenazaba con asetearme a doble tiro de flecha…

Y sí, ¿qué pasa?

Me gusta Albert, le disfruto, me disfruta...

Aún a pesar de su mujer...

Aún a pesar de Jose Luis...

Aún a pesar, no se olviden, de que Tacones no es mujer de un solo hombre... .. .