24 septiembre 2006

Segunda Sesión

Llegué puntual.
Abrió la puerta con su aire de estar instalado en otro planeta. Una sonrisa sincera me acogió.

-Buenas tardes, Tacones.
-Doctor…
-Pase, pase… No se quede ahí. Está usted en su consulta.
-Ya… Gracias…

Esta vez la situación se desenvolvía sosegadamente; la sesión anterior permitiría una tregua en esta. O por lo menos yo lo esperaba así.
No debía sucumbir a pesar de escuchar de fondo, apenas audible, a un Tom Waits que musitaba su borrachera en solitario. Era necesario poner en marcha el proceso catalizador, pasar a una catarsis sin resortes.

-Bien, usted dirá.
-Claro, supongo que me toca a mí hablar…
-¿Qué le trae a mí consulta?
-Tengo un problema.
-Tiene usted un problema… Creo que yo también: ¿le importa que me tome un güisqui?
-No, le ayudará. A mí también. Dos hielos, por favor.

Algo de bebida siempre viene bien.
Se sentó sobre un taburete junto a mí, que yacía cuan bella durmiente del siglo XXI en el diván.

-Ese problema, ¿es grave? ¿Cree usted que tiene solución?
-Claro. Estoy segura.
-Vaya mierda de problema entonces.
-Vaya un jodido y sincero terapeuta.

Nos reímos.
Amortiguamos el primer envite.
Bien... Habían pasado cinco minutos, tal vez diez, y no nos habíamos tocado.
Le vi mirarme las piernas, que se perdían bajo mi falda discreta, sin ostentaciones, con su punto justo a media pierna.

-Acabo de mandar mi vida al carajo.
-Sabia decisión.

Bebió de su copa asintiendo.

Intenté por un momento centrarme en la exposición de acontecimientos.
Me incorporé apoyando un brazo sobre el respaldo del diván y dejé caer la cabeza sobre mi mano.

-El caso es que acabo de romper con José Luís. También con Albert. He terminado de una vez por todas, con todos y cada uno de mis amantes. He dejado mi trabajo, mi piso y he dado en adopción a mi pajarraco chillón.

-Pobre, seguro que la echará de menos.
-De entre todos, el que más.
-¿Qué le ha llevado a tomar esa decisión?

Y la verdad es que no había un motivo explícito, ninguna motivación interna o externa que explicara por qué, de un mes para otro, me encontrase en una ciudad que no era la mía, a punto de retomar mi antiguo trabajo y sola.
Tal vez había llegado a ese punto sin retorno del “ahora o nunca”. A ese momento en el que dices que hasta aquí has llegado y que es necesario hacer otra cosa. Porque sabes que puedes hacerla y porque, lo que has estado haciendo te aburre.
Por una vez, desde hacía demasiados años, Tacones andaba sola. Casi había olvidado el placer del singular.
Resolví decirle tras resumir mi argumento mental:

-No hay motivos.
-Algo habrá Tacones. Nadie deja su vida en la cuerda floja y espera que esté igual a la vuelta. Nadie deja a su pareja, a su amante y los amantes por nada.
-Por nada no, pero, ¿qué me dice por todo?
-Eso sí… Todo, eso lo explica mejor… ¿De qué huye Malditos Tacones?

Huía de mí. Pero claro, eso ya lo sabía él desde antes incluso de ir a su consulta, no le daría ninguna información nueva.
En definitiva, estaba cansada de haber vivido.
Tras una vida tan singular como la que llevaba, sin nexos de unión duraderos, viviendo con un hombre que me atraía lo suficiente como para no compartir nada con él y amando a un caballero casado que se hallaba en trámites de divorcio por la que, se suponía, era la relación de su vida (conmigo, pobre Albert), veía necesario dar un giro de 180 grados.
Me asfixiaba pensar en Albert como mi futuro “todo”; A José Luís, despedirlo de casa desplazado por Albert y al resto de mis amantes tenerles como lo que siempre han sido: eso, accesorios colgados de la punta de mi tacón.
Enlazado a todo esto, además, un trabajo que me ataba de pies y manos; que me aturdía, me anulaba y me dejaba apenas sin horas en el día.

Nadie me iba a esperar al fin y al cabo al llegar a casa.

Tampoco nadie me iba a echar lo suficientemente de menos como para quedarme.

José Luís sabía que yo era así: que no había nacido para vivirle y que, haberse instalado en casa fue el principio del fin.
Albert se había enganchado, simplemente. Su mujer no le aportaba ya el efecto de novedad con el que yo jugaba con ventaja de ganadora. Pero para mí, la novedad dura lo que dura. Incluso si el amor se instala para joderla. Gana el pulso al sentimiento, esta cabeza mía que debió de haberse convertido en un gran y puñetero florero al nacer: solo así me habría casado y tendría un linda casa en la que colocar unos cuadros horteras que las visitas adorarían al entrar.

-¿Qué opinan de su decisión el resto de sus amantes?
-El resto no opinan porque no tienen por qué hacerlo. Ellos no cuentan.
-¿Qué va a hacer con tantos zapatos ahora? ¿Piensa montar un mercadillo?

Le miré desafiante: sabía que si lo hacía de nuevo, volvería a recolocar sus gafas y mesar su cabello mal peinado… Tal vez su corbata se descolocaría y necesitaría otro güisqui.

Fue así: primero colocó sus lentes, pasó su mano por el flequillo, ajustó la corbata y se levantó a por otra copa.

Me senté al filo del diván. Entreabrí las piernas y me quité los zapatos.

-Éstos, para empezar, se los regalo.

Los cogió por el tacón, haciendo balancear uno de ellos sobre su dedo índice. Esa señal inconsciente me perturbó por un momento: la sutileza de dejar pender los zapatos sobre un dedo me excitaba.

-¿Piensa irse descalza?
-Sí. Ya no los necesito. Éstos no. Son suyos.

Los dejó cuidadosamente a su lado. Los miró de soslayo, luego a mis piernas aún entreabiertas…

-Volvamos a lo que nos ocupa… ¿Dónde está el problema?
-Aquí.

19 septiembre 2006

Tacones en el Diván


-¿Acepta pago con tarjeta?

-Sí, bueno, no… Es que, de eso se encarga mi secretaria, yo, ya sabe…

Me miró colocando sus gafas con más torpeza que otra cosa.

Alcancé a coger mi sostén que yacía en el suelo como una joya dorada…

-Creo que se deja el bolso…

-Que despiste, gracias…

Esperaba que la cita fuera más ortodoxa, más formal, de rigor. Sabía que me enfrentaba a un alcohólico convencido, anónimo por derecho, y sabía que, en esa cancha, dominaba su ego desde el principio.

Pensé, de todas formas, que por su trayectoria, estaría mucho más sereno en el trato durante esta primera cita, como si yo hubiera sido una paciente desconocida o un nombre más en su lista.

Pero no fue así, qué coño.

Yo estaba tan excitada como una virgen ante el desnudo de su amante, y él tan excitado que podría haberme penetrado nada más entrar.

Y el caso es que fue así. No hubo demora, ni preliminares estúpidos, ni una tregua que deparase un par de copas y algo de jazz.

Ni había tiempo ni lo necesitábamos.

Todo fue desvestirnos mientras comenzábamos a penetrarnos con una premura de muerte súbita. Caer en el diván de cuero y follar a pierna suelta.

Sin decirnos, sin pedirnos otro permiso que el de girar el cuerpo para seguir de este o del otro lado.

Y fue así, sin más.

Llegué, lo sabía, me sabía: quería y yo también.

Nos lo hicimos. Terapéuticamente, eso sí.

La próxima sesión es esta semana. Espero tener oportunidad de consultarle mi problema.