04 marzo 2007

Aquellos zapatos...

Saqué del fondo del viejo armario del sótano esos tacones que me regaló mi madre hace ya casi mil años.

Tacones con los que yo jugué en mi niñez a ser adulta. Tacones que mi madre paseaba de joven mucho más esbelta que yo. Más altanera aún, más mujer tal vez de lo que yo lo seré nunca.
Ella es mucha mujer. Demasiada mujer.
Me senté, encendí un cigarrillo para recordarla, para recordarme...

En una de las primeras noches de mi juventud, cuando ya despuntaba mi sensualidad adornando con carmín mis pezones y prescindiendo de ropa interior, mi madre se asomó al baño mientras me acicalaba.

-Eres una mujer. Toda una mujer. Como has crecido…

-Venga mamá, no te pongas melosa...

Y se puso delante y me abrazó como cuando era niña, y me plantó un amplio beso en la frente.

Fue entonces cuando supe que mi madre era ya algo más que mi madre, que allí estaba la que sería hasta el día de hoy mi cómplice, mi camarada y mi amiga.

Se perdió en el pasillo de casa.

A su vuelta, ya tenía mis medias de cristal ceñidas a mi pierna, mi falda demasiado corta como para ser decente y unos labios rojos que acompañaban a mi melena negra, suelta, salvaje.

-Toma, estos zapatos son para ti. Estoy segura de que estarás hermosa con ellos... ¿Has quedado con él?
-Gracias- dije sin salir de mi asombro recogiendo unos sublimes zapatos de salón- sí, he quedado con él esta noche.
-Ten cuidado cielo: los hombres no están hechos para mujeres como nosotras. Que no te sorprenda nada de lo que te digan, ni de lo que te pidan, porque probablemente, quieran aún más. Incluso tenerte. Tú no perteneces a nadie cariño, ¿entiendes?

Y después de soltar una carcajada que en ese momento no supe bien como encajar, me dijo:

-Estoy segura de que vas a ser un quebradero de cabeza para las mujeres.

Salió del baño.

Me quedé mirando los zapatos. Eran extraordinarios. Me senté en el water, los alcancé. Primero uno y después el otro… Me puse en pié para mirarme.

Me sentí más mujer que nunca, más segura que nunca. Con esa jodida sensación de saberme dueña del mundo.

Fui hasta la habitación en la que mi madre leía plácidamente.

-Me marcho.

-Pásalo bien cariño.

Cuando ya salía, volví sobre mis pasos. Me acerqué a ella y la besé.

-Gracias mamá.

-De nada… Además, estoy segura de que no van a ser los únicos zapatos que adornen tu vida.

Y llevaba razón: mi vida siempre ha ido irremediablemente unida a unos tacones.