20 noviembre 2012

DE NOCHES Y BARES



En aquellos momentos en que ya no me queda nada que perder vuelvo a ese garito de luz tenue. De ese tipo de luz que solo deja ver lo justo. Que no te ciega, que lo pone todo en un pause haciendo del mundo un lugar apacible aunque solo sea momentáneamente.


- Mucho tiempo Tacones

Sonreí a la camarera porque sí, porque hacía demasiado tiempo que no tenía nada que trasnochar ni trascender.

- ¿Lo de siempre?- preguntó.

Y asentí.
Lo de siempre era Tanqueray en vaso corto, con hielo, solo, sin más atrezzo. Solo entiendo beber ginebra lentamente, a tragos cortos, dilatándola lo más posible.

Al fondo no había pianista, ni una jukebox que amenizara la velada, ni tampoco era el garito uno de esos en los que una llega con la esperanza de que su vida dará el giro que necesita.
La música allí siempre viene de la mano del estado de ánimo de la camarera que según lo que se escuchaba, no debía ser del todo malo: Chet Baker… Este tipo siempre me hace dudar de si mi día ha sido un gran día o una verdadera mierda.
En todo caso, agradecí que no sonase otra cosa: una tiene sus manías, sus pequeños vicios y debilidades y compartiendo estas tres características existe para mí Chet Baker por encima de todas las cosas. Y Boris Vian, pero esa ya es otra historia.

Dejé el bolso en la barra, saqué el móvil. Eché un vistazo, nada interesante, tampoco nada que me inquietase lo necesario. Nada fuera de lo normal. Nada. Ese era el problema o la solución: nunca se sabe.
Usé su pantalla a modo de espejo para mirar el aspecto de mis labios. Aún conservaban el color rojo que me había puesto por la mañana al salir de casa.
“Correcto Tacones”, me dije, “la inversión de 40 euros en esta barra de labios superaría con creces cualquier felación que me propusiera hacer en este momento”.

Me quité la chaqueta que dejé encima del bolso cuidadosamente doblada, me senté en un taburete alto, decidí despojarme de los tacones que dejé en el suelo uno a cada lado del asiento. No fue un gesto demasiado elegante por mi parte pero, puestos a despojarnos, comencemos por lo más preciso. Los pies a la vista, en más de una ocasión, pueden ser una puerta abierta a un mundo de posibilidades.

Cogí el vaso.

- ¿Todo bien?- dijo ella tras la barra con ese cuerpo que no sé por qué se empeñaba en desperdiciar en aquel lugar día tras día y hora tras hora.
- Todo bien.

Porque cuando las cosas simplemente van, es mejor que lo hagan así y no cuestionárselo demasiado.

Eché un vistazo a mi alrededor girándome lentamente en mi taburete: Una pareja que se miraba a los ojos como descubriéndose. Parecían enamorados, solo lo parecían. Un amante y su amante, arrancándose la vida a bocajarro, sabiéndose dentro de una espiral infinita abocada al fracaso o al desinterés, o a follar eternamente que no es mala opción en los tiempos que corren. Un solitario cerca de mí con su pose de no saber en qué sien darse el tiro y varias putas esperando mejor clientela.

Hecha la inspección les di la espalda. Me daba la sensación de ser la actriz secundaria de una cinta de serie B. Tal vez entrase un hombre que me llamase la atención lo suficiente como para acabar con él en la cama. O, se armase una bronca acojonante en el local que haría volar las sillas sobre mi cabeza y que yo intentaría esquivar sin que mi flequillo se resintiese demasiado. O puede que un atraco, un meteorito o dios bajado a la tierra.

Pero ni el reloj, ni la ginebra, ni el universo, movió un solo dedo para hacer de aquellas horas algo diferente.
Pasaban por mí. Simplemente eso. Y yo me dejaba llevar porque me apetecía. No tenía intención alguna de mostrar resistencia.

Y mientras tanto, decidí que no iba a salir a fumarme un cigarrillo a la calle joder, que ya no tengo edad para según qué gilipolleces. Así que saqué un cigarrillo de mi pitillera, le di esos golpecitos con los que me gusta maltratarlo antes de llevarlo a mi boca, torcí un poco la cabeza y sacando media sonrisa lo encendí.

Aspiré una calada larga y profunda. Me gusta fumar así cuando me abandono al placer de fumar…

La camarera se acercó. La miré. Me miró… Sacó uno de esos ceniceros de cristal gigantes que en más de un juicio sirvieron como arma del delito inequívocamente acusatoria y lo plantó delante de mí sin mediar palabra.

Sonreí… Sacudí la ceniza y supe que la noche comenzaba a tomar el rumbo que nunca debió haber abandonado.